06 enero 2007

Soldados y luchadores

Miré fijamente a los ojos a mi oponente. Cuando estuvo listo para atacar pude ver que sus músculos perdían cierta tensión. Parecía relajarse antes de tomar aliento para lanzar su última embestida. Él sabía que yo estaba dispuesto a romper España con mis propias manos si era necesario para defender mis ideales y yo sabía que para él España solamente era el escudo con el cual tapar sus vergüenzas, un escudo que sujetaba con su mano derecha.
Este monstruo, al carecer de mano izquierda, tan sólo atacaba con su escudo, intentando aplastar a sus oponentes, sin un filo tan afilado como el de la historia que imbuía a mi espada.

Conscientes ambos de nuestras respectivas debilidades nos batíamos desde hace lustros en el mismo lugar, árido y sofocante, que destilaba el olor de mil batallas con ganador incierto. La sangre seca de los que habían caído por defender a uno u otro bando teñía por completo un escenario ya de por si agobiante, sobre el que se habría de decidir nuestro destino y sin embargo, allí estábamos los dos confiando en la victoria.

Dio un paso atrás, y casi inmediatamente inició una carrera hacia delante, cubierto con su escudo, tan grande que le daba seguridad y a la vez le impedía ver hacia dónde arremetía. La rabia que le daba fuerza para correr era la misma que hacía que sus pasos fueran torpes, tanto que ocurrió lo que resultaba previsible y acabó estrellándose con todo su peso en el ennegrecido suelo.

Intenté entonces convencerlo, hacer que recapacitase, pero su tozudez le impedía ver sus errores. Se levantó y me dedicó una expresión que parecía una mezcla entre orgullo, desprecio, miedo e incomprensión. Aquel ser despedía odio por cada uno de los poros de su piel. Alzó su escudo una vez más, temblando su brazo con una intensidad que daba una clara idea de la fuerza con la que esta vez me atacaría. Esta vez si parecía que golpearía hasta la extenuación y cuando hubo de bajar el brazo, a mi lado comenzó a llegar gente, luchadores como yo, para enfrentarse a él, aquel enorme soldado carente de toda razón, a merced de sus propias penas.

Embriagado por las promesas de grandeza, lanzó su ira sobre nosotros, aquellos que dejando a un lado las pequeñas diferencias que nos separaban, habíamos encontrado un enemigo común contra el que luchar, y así levantamos nuestras espadas, con el filo mirando al oscuro cielo, viendo caer sobre nosotros el golpe más fuerte que el fascismo nos hubiese intentado asestar en toda nuestra historia. Y resistimos. El peso de España estaba entonces sostenido por cientos, tal vez miles de espadas que, como la mía, no vacilaron en el momento decisivo, y plantaron cara a la gran amenaza del totalitarismo. Pero el enorme monstruo no cesó, y todavía más enfurecido volvió a levantar su brazo con su escudo para volver a golpear. Y tampoco nos apartamos esta vez. Éramos cada vez más, y empezaron a verse sonrisas en nuestro bando. Estábamos ganando.

El monstruo siguió embistiendo a pesar de verse ya superado. Éramos pequeños y débiles, pero éramos muchos, como los clavos de la cama de un faquir. Tras cientos de intentos, nuestro enemigo terminó ahogado por la extenuación. Murió él, y con él murió el brazo ejecutor que había controlado el escudo. Y fue el momento de construir nuestra libertad sobre sus cenizas.


.Tío Rubo

1 comentario:

Gorka dijo...

Me ha molado el cuento.

Estoy de acuerdo, y será por eso que me parece un poco partidista. Si lo cambias de bando el cuento vale igualmente para "el otro lado".

:D

Salu2!